miércoles, 27 de agosto de 2008

NUNCA MAS

LOS REHENES de Antonio Berni

Cuento de Oscar Belbey

Campeones
por Oscar Belbey

El TV blanco y negro, mostraba el desenlace de la semifinal de fútbol del mundial ’78 en Rosario. El 6 a 0 a Perú, era la goleada que necesitábamos. Las sospechas y especulaciones quedaron para otro momento. Con este resultado lo superábamos a Brasil y jugábamos la final.
El equipo capitaneado por Pasarella y conducido por César Luis Menotti, digno representante de un pueblo apasionado, festejaba en el campo de juego.
-¡Vamos por el campeonato! -expresaba el relator conmocionado.

En ese galpón mugriento, entre autos y camiones abandonados, rodeado de baldíos en las afueras de la capital provincial, se habían interrumpido las tareas de rutina para mirar el partido. Cervezas, rostros con gestos adustos, habían hecho un intervalo para festejar el pase a la final del equipo de todos los argentinos, la selección nacional.
-¡Somos los mejores! -gritó un cabo primero-, ¡brindemos! -y los cinco vasos se alzaron victoriosos.

Ella era muy alta, quizás llegaba al metro ochenta. Larga cabellera azabache, casi una modelo. Tal vez algún compañero en la tortura habría dado su nombre. Pocos podían resistir los macabros suplicios a que eran sometidos los desventurados prisioneros políticos. Simulación de fusilamientos, vejaciones, violaciones reiteradas, humillaciones, terribles martirios físicos y psicológicos.
Hacía pocos días que había cambiado su domicilio, estaba en una casa alternativa cuando cayó el ejército. Por suerte estaba sola. Su compañera Negrita, embarazada de ocho meses, había ido al hospital porque tenía algunas pérdidas. A su regreso seguramente advirtió el movimiento de los efectivos militares y pudo escapar.
El exilio interno era peligroso de sobrellevar, muchos militantes barriales, políticos, sociales, gremiales, universitarios, curas villeros, delegados de fábricas, de la administración pública, estaban cayendo en redadas y no había casas seguras. Todos eran sospechosos.
El temor que se había instalado en la población era general; hasta las vecinas que barrían las veredas manifestaban “estos pibes, algo habrán hecho”. La desaparición de personas, el secuestro masivo y la publicidad oficial habían sembrado el terror en la población. El ciudadano promedio no comprometido priorizaba su precaria seguridad, aunque debiera delatar a algún jóven de “rara apariencia”.
Camila cursaba el primer año de Ciencias Económicas en la Universidad Nacional del Litoral. Con 19 años, pensando cambiar el mundo por uno más justo, fue capturada como sospechosa de colaborar con Montoneros. Militante social en el barrio Villa del Parque, colaboradora de la Capilla Cristo Obrero, junto a los vecinos que juntaban su espíritu solidario para ayudar a “los gurises de la villa”. Muchos de ellos venían del norte, tal vez de la vieja Forestal, inmortalizada por Gastón Gori.
Su cuerpo desnudo exacerbaba a las hienas. Su espalda sobre un elástico de una cama que hacia de sostén a esa figura deseable, enardecía esas mentes perversas. La picana estaba descansando unos minutos. Discutían entre ellos la propiedad de los bienes muebles del último secuestro: les había quedado una moto, juego de dormitorio, cocina, calefón, una heladera Westinghouse y el TV Ranser donde miraban el mundial.

Sus labios partidos en mil pedazos, sus pómulos hundidos y amoretonados, los orificios nasales llenos de sangre, su ojo izquierdo con nula visibilidad, sus quejidos casi imperceptibles. Su mente recorría los últimos días en la entrerriana Villa Elisa; la fiesta de fin del secundario, la despedida de sus amigas del pueblo, las lágrimas de su madre y hermanita menor. Su arribo a la pensión del Obrero Estudiante, conseguida por una amiga, y con esa pieza compartida por cuatro, más el vale para el comedor universitario, podía estudiar contadora con poco dinero.

El Capitán, ataviado con riguroso uniforme verde de combate, borceguíes lustrosos, correaje y cartuchera de cuero negro, una cadenita con una cruz de oro en su cuello. Con mirada pétrea, ojos azules, cabello castaño claro, tez blanca. Con un gesto marcial tuvo que mantener alejados a sus hombres de ese cuerpo indefenso, provisto de unas cicatrices recientes de quemaduras de cigarrillos. Unas piernas largas y musculosas, azuladas por las patadas recibidas, su rostro adolescente, cruelmente castigado por los golpes, las heridas producto de los puños de un salvaje interrogador.
Este repetía disciplinadamente un axioma, “estos pendejos, pertenecen a un complot del comunismo internacional”. Sus gritos se perdían en los techos desvencijados de ese tétrico galpón: “cantá, puta, decime lo que sabés, quienes son tus contactos, cuántos zurdos, guerrilleros, apátridas están con vos, cantá que te voy a romper el culo, estás en mis manos, aquí yo soy dios, sabes, putita ...”.
-Yo soy peronista, solo trato de enseñarle a leer a los chicos pobres del barrio-sollozaba-. No me violen más, por favor
-Vos no sos peronista, nosotros somos peronistas, hija de puta, vos sos zurda, terrorista, nos quieren traer el comunismo y destruir nuestra identidad cristiana y católica- gritó el torturador.

El día de la final había llegado. En el centro de detención clandestino todo se detuvo. El Capitán, en la mañana previa al inicio del partido definitorio, aparta al sargento y le susurra:
-Aprovechá que todo el mundo estará mirando el partido y terminá tu tarea, me lo pidió el Dr. Trusa.
-¿Quién? -preguntó sorprendido el sargento, temeroso de perderse la final de esa tarde.
-El juez, imbécil, el jefe de interrogatorio. Agarrá el Falcon, otro subordinado y hacé tu trabajo.
-¿Puedo hacerlo durante esta mañana, mi Capitán?, usted sabe que esta tarde juegan la final del mundial y tenemos que hacer fuerza por nuestro país.
-Bien, váyanse ahora y regresen para la hora del partido.
-Gracias, jefecito, usted sí que es un tipo sensible.

Por la tarde, en el Monumental de River, en Buenos Aires, todo estaba preparado para el festejo. Pero no iba a ser fácil. Los holandeses eran una máquina naranja que se nos venía encima del arco del Pato Fillol. En el entretiempo, subliminalmente, un aviso del gobierno informaba que “los argentinos somos Derechos y Humanos”.
El partido terminó apretado, 1 a 1. El poste nos salvó de perder a pocos minutos del final. En tiempo suplementario, Kempes y Bertoni definieron el pleito.
Las tribunas eran un espectáculo, y luego desde el obelisco se reiteraban las notas televisivas. La costanera santafesina, los boulevares y por todos los rincones de nuestro territorio se exacerbaba el fanatismo futbolero. El país era una fiesta.

-¡Somos campeones! -gritó el Capitán y se abrazó con sus camaradas. En esos momentos todos festejaban, incluso un par de prisioneros, que limpieza, esposas y grilletes mediante, estaban presentes en el sector del TV.
En la ciudad, en el país, no había distinciones ni discriminación. Ni de razas, ideológicas o religiosas, ni pobres ni ricos. Los honestos y ladrones, jefes y empleados, oligarcas y plebeyos, dictadores y sumisos, victimarios y víctimas. El relator aullaba en la TV:
-¡Todos somos argentinos, todos somos campeones!
Al día siguiente, con una foto inmensa de Kempes y del crédito local Leopoldo Jacinto Luque, el vespertino local titulaba a página completa:

LOS ARGENTINOS SOMOS LOS MEJORES
¡ARGENTINA CAMPEÓN!

En un costado inferior, una foto de la junta militar festejando el campeonato en las plateas del estadio.
En la página policial, un pequeño informe decía: “Joven guerrillera, morocha de cabello largo, fue acribillada en un enfrentamiento con las fuerzas del ejército en la ruta 11, en el ingreso norte de la ciudad. La subversiva, portando abundante material de una organización terrorista, munida de armamento de grueso calibre y granadas que no alcanzó a hacer explotar, se resistió a un control caminero y fue abatida por las fuerzas del orden. Se está tratando de determinar su verdadera identidad, dado que contaba con documentación apócrifa.”